Los platos fuertes como no fueron los delfines junto con la incursión al recinto de los tapires y las cabritas. La exhibición de los delfines me sorprendió en dos sentidos, por una parte sólo participaron dos delfines, y antes eran 3 o 4, que por cierto lo hicieron fantásticamente bien (que cucada!!); y por otra parte me alegré al comprobar que el show no era el mismo que otros años, habían innovado y superado con nota.
Justo al acabar de comer nos encaminamos a visitar la parte que queda a la derecha de la entrada de la calle Wellington, que aún no habíamos visto. Pudimos comprobar que los tapires estaban al alcance de la mano dado la baja altura de la vaya y lo pacíficos que eran los animales. David tocó a uno y enseguida me animé a seguirlo, pero dando muestras de mi desarrollada inteligencia me olvidé de que llevaba las gafas de sol en el cuello de la camiseta así que... fueron junto a los tapires, dentro del recinto. Los visitantes que estaban al lado nuestro nos miraron inquisitivamente y el padre de familia animó al David a meterse con esa especie de cerdos gigantes, y lo hizo. Yo con una mezcla de miedo y bochorno, temía que alguno de los guardas o cuidadores nos vieran, iríamos a la calle fijo. Suerte de que la juventud de mi chico le permitió entrar y salir rápidamente y sin ser visto. Además, el tapir había sido muy cuidadoso porque había estado a punto de pisotear mis gafas pero al rozarlas levantó la pezuña sin hacerles el menor daño.
Después de este pequeño incidente fuimos a la granja del zoo, un lugar entrañable para mi desde siempre, donde no me metí con las cabritas porque no me iban a dejar así que me tuve que conformar tocándolas por encima de la valla. Lo que más me enfadó fue no poder tocar a las cabritas pequeñas, que cosita más linda, por ser demasiado mayor...
También intenté hacerme una foto con el burro pero en cuanto vio la cámara salió despavorido, tendría miedo escénico...
Enfin pasamos un día de esos que no se pueden olvidar y de esos que gusta recordar al cabo de un tiempo.
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Justo al acabar de comer nos encaminamos a visitar la parte que queda a la derecha de la entrada de la calle Wellington, que aún no habíamos visto. Pudimos comprobar que los tapires estaban al alcance de la mano dado la baja altura de la vaya y lo pacíficos que eran los animales. David tocó a uno y enseguida me animé a seguirlo, pero dando muestras de mi desarrollada inteligencia me olvidé de que llevaba las gafas de sol en el cuello de la camiseta así que... fueron junto a los tapires, dentro del recinto. Los visitantes que estaban al lado nuestro nos miraron inquisitivamente y el padre de familia animó al David a meterse con esa especie de cerdos gigantes, y lo hizo. Yo con una mezcla de miedo y bochorno, temía que alguno de los guardas o cuidadores nos vieran, iríamos a la calle fijo. Suerte de que la juventud de mi chico le permitió entrar y salir rápidamente y sin ser visto. Además, el tapir había sido muy cuidadoso porque había estado a punto de pisotear mis gafas pero al rozarlas levantó la pezuña sin hacerles el menor daño.
Después de este pequeño incidente fuimos a la granja del zoo, un lugar entrañable para mi desde siempre, donde no me metí con las cabritas porque no me iban a dejar así que me tuve que conformar tocándolas por encima de la valla. Lo que más me enfadó fue no poder tocar a las cabritas pequeñas, que cosita más linda, por ser demasiado mayor...
También intenté hacerme una foto con el burro pero en cuanto vio la cámara salió despavorido, tendría miedo escénico...
Enfin pasamos un día de esos que no se pueden olvidar y de esos que gusta recordar al cabo de un tiempo.
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